El jazz es un arte generoso.
Todo aquello de su esencia susceptible de ser entregado a otros, lo ha cedido con total desprendimiento cuando se le ha pedido en préstamo. Y no sólo a otras músicas. Ha cedido su cuerpo, su envoltura, su carne mortal, a fotógrafos, cineastas, poetas y narradores que se rindieron sin condiciones al irresistible poderío y a la fotogenia que emana un músico de jan en su fulguración, igual que a todo el fascinante y turbio mundo que le rodea antes y después de ese momento. Pero también ha prestado generosamente su alma, los métodos aventureros de la improvisación, la briosa ciencia del instante. De ahí importaron la literatura, el cine o la pintura potrones pora definir nuevas estructuras textuales y narrativas y nuevos procedimientos de creación. En el caso concreto de las artes plásticas, los pintores influidos por el jazz han asumido, principalmente, como suya la furia de la improvisación tal como floreció en la era postbop. Sin embargo, no es el jan un asunto que se muestre con frecuencia de modo explícito en la pintura contemporánea. De ahí el primer reclamo de interés en la obra que César Cuervo exhibe para su debut en Cornión. Sus acuarelas demuestran en primer lugar que el jan es tan pictogénico como fotogénico.
Pero hay una sintonía más profunda, más radical, entre el jan y las acuarelas de Cuervo: su espíritu y su proceso mismo están conectados por una afinidad podría decirse que genética. Y ello porque el acuarelista tiene en común con el músico de jazz clásico su compromiso equivalente con la técnica y el riesgo. Uno y otro saben perfectamente de dónde parten y adónde van, conocen su disciplina y sus objetivos, pero también que las rutas entre un punto y otro son muchas y no todas practicables. El azar aguarda en todos los recodos como un destino, y el artista espera que así sea. De ahí que su talento consista en saber someterse a ese asalto y al mismo tiempo tener suficiente confianza en su propio oficio para transitar uno de esos caminos posibles y dejar la sensación en el oyente o en el espectador de que, si no el único, se ha recorrido el mejor camino posible. Ambos géneros, jazz y acuarela, están unidos por esa mezcla de rigidez y riesgo, constreñimiento y libertad.
Por eso se compadecen tan bien el tema y las maneras de esta exposición. Máxime cuando César Cuervo asume riesgos y ensaya en sus acuarelas procedimientos innovadores que buscan nuevos registros a una técnica como la acuarela, aparentemente más limitada y conservadora que otras. Yendo más allá de la acuarela y el agua, juega con otras sustancias que consiguen tonalidades, texturas y efectos inéditos en el génera y que incrementan aquello que de azaroso tiene ya en sí la acuarela. Además, Cuervo pone un énfasis especial en la línea, una energía que lleva sus "jazzmen" a los límites de la caricatura, con lo que evita que la expresividad de la acuarela se base, como suele suceder, en la merma de la expresividad del dibujo. El resultado son piezas equilibradas, obras que parten, como una buena versión, de una melodía clásica, clara y familiar, pero que encuentran brillo propio cuando hay que entrar en el momento de la verdad: en el de la exploración, la aventura, el solo. Como en los mejores surcos de Parker, Miles o Coltrane.
J.C.G. Agosto, 2002
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