Amancio
Ernesto Knörr
Javier del Río
LA EXPOSICIÓN
La presentación en el Centro Cultural Cajastur Palacio Revillagigedo de la exposición Entre Arte II nos produce una enorme satisfacción a los miembros de la Asociación de Galerías de Arte Contemporáneo de Asturias. Han tenido que pasar nueve años para reeditar la primera experiencia, donde cuatro galerías que habían fundado la Asociación realizaban su primera exposición conjunta, con obras de 12 creadores representativos de aquel momento artístico.
Hoy, la Asociación ha aumentado sus efectivos y ya son siete el número de galerías participantes en la muestra, que han seleccionado a 21 artistas plásticos de sus actuales nóminas para ocupar por completo los excelentes espacios del Centro Cultural Cajastur Palacio Revillagigedo.
En la muestra se dan cita diferentes disciplinas y tendencias, dando cabida además a varios creadores nacionales e incluso internacionales, en un reto que ha precisado un montaje muy singular.
Al igual que en la anterior edición de Entre Arte, hemos querido aportar también la objetividad crítica de un nutrido grupo de especialistas, cuyas palabras creemos que darán a la aventura un marchamo y una categoría acorde con sus planteamientos, analizando y desgranando los eclécticos perfiles estéticos de cada autor.
El objetivo prioritario de esta exposición es mostrar al público el variado panorama creativo que existe en el mercado del arte asturiano y en sus galerías de arte contemporáneo, constatando las excepcionales apuestas que ofrecen nuestros creadores. Esperamos, pues, que los visitantes disfruten de esta excelente selección de obras que configuran Entre Arte II, una cita que esperamos consolidar y hacer imprescindible para el futuro, donde trataremos de superar, si cabe, la fuerza y el entusiasmo que aquí confluyen.
Asociación de galerías de arte contemporáneo de Asturias ( AGACA )
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HABLO CON AMANCIO
De la moreras abrasadas por la luz, las visitadas por serpientes ciegas;
de los pinares inmóviles en el espesor del pasado;
de los grandes perales en cuyos frutos se alimentan pájaros invisibles
y de los fresnos temblorosos
surge la musculatura encendida en cifras incomprensibles, las que se desprenden de la
/serenidad y del dolor;
surge el bañista indeciso sobre el hermano amortajado en su propia luz;
surge el monstruo arrodillado ante sí mismo, el espectador del vértigo;
surge el ser silencioso, el conocedor de abismos habitados por los grandes bífidos y
/por los ancianos en cuyas venas hierve la misericordia;
surge el ser pensativo en su propia blancura y en la tristeza de sus genitales;
surge el ser andariego, el que lleva en sus brazos al animal herido por presagios;
surge el gigante insomne, el enloquecido por los astros y atormentado por la geometría.
Amancio: tú hieres y acaricias la madera en nombre de la libertad;
tú sueñas en el interior del bronce y en las celdas graníticas,
amas el resplandor de los cuchillos, entras en las arterias vegetales,
creas al mismo tiempo el resplandor y la sombra,
llevas la vida al interior de la muerte.
Tú atraviesas olvido y conduces relámpagos a la quietud. Así, en tus manos,
la madera es sagrada.
Antonio Gamoneda
Poeta
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ERNESTO KNÖRR.
POÉTICA DE LA TENSIÓN Y LA FRAGMENTACIÓN
La escultura de Knorr posee filiaciones que enseguida traen a la cabeza nombres de otros artistas y que, me parece, han debido de figurar en la cabecera del escultor vasco-asturiano, como guías, a la hora de realizar su obra artística, la cual, como todo trabajo que recibe y se abre múltiples lecciones, forma parte de un flujo continuo y universal de herencias y legados, de ofrendas recibidas del pasado y de hallazgos transmitidos al futuro. El valor de la escultura de Knorr reside en el hecho de que, sin pretender negar esas filiaciones, logra crear una obra escultórica que habla un lenguaje innegablemente personal.
Las piezas en acero cortén que elabora hunden sus antecedentes en dos momentos de la escultura del siglo XX que durante bastante tiempo fueron vistos como antitéticos, el informalismo y el minimalismo, pues resulta bien conocido que el segundo, impersonal, frío y mecanicista, surgió como reacción al exceso de personalidad, calor y gestos irrepetibles del primero.
Knorr construye sus esculturas mediante la agregación de elementos y estos elementos son paralelogramos (polígonos de cuatro lados paralelos dos a dos) de diferentes longitudes que remiten de inmediato a las formas elementales usadas por Sol Lewitt, Carl Andre o Robert Morris durante los años 60 y 70. Fruto de la geometría más simple y, hasta cierto punto, de la repetición serial, estos paralelogramos de sección cuadrada configuran el vocabulario de Knorr, el fondo básico del que se provee de palabras con las que elabora su discurso escultórico.
El otro momento influyente en Knorr es el de la azarosidad informalista, porque, al contrario del modo en que funcionaban las composiciones minimalistas, Knorr no recurre a una disposición ordenada y regular de los elementos, enfatizando su condición numérica o industrializada, sino que construye las esculturas a partir del (aparente) casual encuentro / choque de las piezas entre sí, formalizando un cierto estallido de volúmenes y una modulación articulada del espacio. El David Smith de los años 50, así como el Eduardo Chillida del mismo momento estarían cerca de esta informalidad escultórica (todo lo que es posible lograr cuando el escultor maneja un material rígido, aunque maleable, como el hierro). La integración de las rotundas formas de cada uno de los elementos geométricos unida al dislocamiento de la suma de todos ellos es la primera seña de identidad de su obra.
Un tercer factor a resaltar, en parte derivado de lo anterior, es el del equilibrio/desequilibro, pues Knorr busca un desarrollo espacial de los volúmenes que enfatiza las disposición inverosímil de las masas, como si éstas se hubiesen cristalizado y congelado en la fracción de un instante, durante un proceso de gran movilidad, entre convulsiones y agitados derrumbamientos. El dinamismo de estas esculturas procede, por tanto, de la estructuración de los módulos entre sí (el cosido mediante soldadura) y de la tensión que surge del hecho de ver que tal estructura final se expande por el espacio a partir de un punto de anclaje en el suelo que, aunque de mayor robustez, no parece relacionarse, ni por superficie ocupada ni por inclinación adoptada, con semejante masa volumétrica.
Ya he señalado que el modo de construir/coser las piezas entre sí es el de la soldadura. Esta forma de hacer escultura por agregación, tan característica del sigo XX (Julio González, Pablo Picasso, Anthony Caro...), posibilita una muy versátil manera de dibujar en el espacio, bien con líneas (alambres) bien con masas (objetos fuera de uso reciclados o, como es el caso, construidos al efecto). De hecho, las esculturas de Knorr, a pesar de sus grandes dimensiones y los trazos fuertes con que están realizadas, no son sino poderosos dibujos en el espacio, que tendrían, en mi opinión, una buena traducción bidimensional sobre el papel, a la manera de Chillida, o del danés Robert Jacobsen y el inglés Ansel Adams, otros escultores de los años 50/60 que utilizaban el hierro y la soldadura para sus construcciones geométricas, y que también practicaban el dibujo y el grabado para, en suma, hacer en dos dimensiones lo mismo que desarrollaban en tres.
No obstante lo dicho con anterioridad, hay dos escultores más próximos a estos trabajos de Knorr. Uno es el Jorge Oteiza de principios de los años 70, durante los que, si bien 'oficialmente' había abandonado la escultura, concibió su impresionante laboratorio de tizas, algunos de cuyos resultados se convirtieron en esculturas públicas ejecutadas en hormigón blanco. La tiza es, en versión reducida, el equivalente a los grandes paralelogramos utilizados ahora por Knorr. Precisamente, en la ciudad natal de Ernesto Knorr, Vitoria, se pueden ver algunos de los mejores resultados de este Oteiza tardío (Caja Vital Kutxa y Club Deportivo Stadio). El otro escultor es de nuevo David Smith, pero ahora también el tardío, menos informalista, el de la serie "Cubi", con cajas brillantes o pintadas, cosidas con cordones de soldadura y elevándose en altura. En la manera particular de Knorr los resultados muestran sinceramente el material con que está realizada la escultura, dejando que el acero se oxide y sin que los cordones de las soldaduras jueguen un papel plástico relevante, antes bien, buscando aminorar el impacto visual de su función estructurante.
Knorr, con este bagaje, en ocasiones, construye algo así como puertas y ventanas. Llama la atención que aquello que sugiere inestabilidad y desequilibrio sea llamado a ser o concebido como lugar de paso, invitando a un tránsito, sea visual, físico o mental. Con marcos partidos que aun conservan el carácter de ventana o bien con bastidores que participan del derrumbamiento general de la pieza, esas esculturas sugieren un dentro y un fuera respecto a la posición del observador, al margen del dentro y el fuera de la esculturas mismas, es decir, sugieren un concepto arquitectónico (tampoco faltan columnas en su repertorio escultórico), lo cual está muy relacionado, además de con el hecho de ver lo que está más allá de lo evidente, tanto con la manera de construir cada escultura como con su contundencia formal y visual.
Los puntos de sutura que vertebran las esculturas de Knorr desgranan series de encadenamientos y desencadenamientos, recitaciones expresivas breves que, a veces, fluyen con claridad e inteligibilidad, extrovertidamente, y que, otras veces, parecen ser tímidas y querer descender de sus alturas, como si se sintieran un tanto sorprendidas por verse cruzando el espacio de manera tan resuelta y decidida. En ellas se produce la suma de lo inesperado con lo calculado, la convergencia de cálidas corrientes de movilidad con fríos vientos formalistas, la fusión de lo anclado a tierra, vinculado casi a lo mineral, con la flotación ingrávida: en definitiva, una permanente integración de contrarios.
El conjunto de la obra de Ernesto Knorr participa de la poética de la tensión y la fragmentación. Los desequilibrios de sus esculturas buscan aumentar esa sugerencia que carece de narratividad y huye de la anécdota, adoptando la sobriedad expresiva sin renunciar al gesto enfático y elegante. Tiemblan las formas y volúmenes, quiebran las verticalidades y sucumben las aristas: lo más firme es su propia presencia.
Entre la levedad y el peso, el escritor Italo Calvino se decantaba, en Seis propuestas para el próximo milenio, por la levedad, porque le agradaban los dramatis personae que son como suspiros, como rayos luminosos, como impulsos inmateriales. Estas esculturas de Ernesto Knorr son así: quebradas, impulsivas y paralizadas por la luz, en contra de sí mismas, están poseídas de levedad.
Javier González de Durana.
Director de ARTIUM
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LA LUZ DE JAVIER DEL RÍO
A falta de una gran exposición retrospectiva que rinda tributo a su singular legado, es un lujo para los sentidos esta selección pictórica de uno de los más geniales y enigmáticos creadores españoles, Javier del Río (Gijón, 1953-2004), que la galería Cornión ha incluido en esta segunda edición de Entre Arte, en el Centro Cultural Cajastur Palacio Revillagigedo.
Javier del Río se inició en la Asturias artística de los años setenta del pasado siglo, viviendo intensamente la dinámica de aquellos días y participando en varias aventuras colectivas. Había manchado sus primeras telas a los catorce años y admiraba a maestros cercanos como Piñole, Valle o Aurelio Suárez. Ya en Madrid, durante el servicio militar, contempló por primera vez los cuadros de Modigliani, que le impactó notablemente, presentando su primera individual en 1974, en Gijón, en el Centro Cultural de Roces. Allí conoció al pintor Ramón Prendes, su futuro cuñado, a quien le unió una gran amistad. Juntos expusieron en la Caja de Ahorros de Asturias, recibiendo sus primeras elogios.
Después, Javier entró en una etapa nómada, que le llevó a viajar intensamente, de Madrid y Londres, donde estudió a Goya y Bacon, de Roma y Urbino, al abrigo del arte italiano. Rafael y Piero della Francesca fueron sus renacentistas preferidos, y su luz solía emerger en las pinturas del pintor gijonés. De vuelta a Asturias, presentó una exposición individual en la sala Atalaya, cuyo local se transformó en 1981 en la galería Cornión que, de la mano de Amador Fernández, proyectó la carrera del artista en los siguientes veinte años. En 1982 se casó con Guadalupe, con quien tuvo dos hijos y se abrió hacia la madurez vital y artística. Desde entonces progresó, sin prisa ni pausa, hasta confirmarse, en la última década del siglo XX, como uno de nuestros autores más personales.
En su vertiente pictórica, Javier del Río pasó por muchas etapas que resume muy bien esta selección que presentamos, con 6 excelentes cuadros. Dos de ellos son especialmente emblemáticos: uno de sus lúcidos autorretratos y la última obra que pintó, pocos días antes de morir. Además, se incluyen dos ensoñaciones escenográficas inspiradas en La casa de Lué, donde residió varios años, y su definitiva Casa familiar de Esteiro. El primero, de la misteriosa etapa azul de Javier, que presentó a finales de los años noventa en una magnífica exposición en Cornión. El segundo, de trazo ágil, gestual, colorista y afín a otras obras recientes. Dos momentos, dos modos de pintar igualmente exquisitos, que constatan su eclecticismo. Además, hay una imagen de El martillo de Capua, muy significativa, pues pertenece a ese "Gijón del Río" que ocupó los cuatro últimos años de su vida y que pudimos admirar en varias individuales y en la colectiva Habitar la pintura (Centro de Cultura Antiguo Instituto, 2003). La selección se remata con un personaje cadavérico (VIH+) para representar también esa importante vena surrealista e irónica de Javier, siempre repleto de fuerza expresiva.
Su inquieta personalidad le hizo viajar por la figuración, el surrealismo o la abstracción sin afanes dogmáticos. Esa huida de la inmovilidad le definía pero, con frecuencia, frenaba los aplausos de la crítica. Heterogéneo donde los haya, inquieto, impulsivo, enamorado de la materia, apasionado del color... ningún adjetivo encajaba en la definición de su compleja personalidad que, durante tres décadas de experiencias, le hizo afrontar la pintura, la escultura y el grabado sin limitarse a nada, sorprendiendo a propios y extraños. En cada nueva exposición los resultados eran imprevisibles, constituyendo, como su propia vida, una amalgama de luz, volúmenes y color insólitamente definida.
Reflexionando sobre sus pinturas he afirmado, en varias ocasiones, que son un constante devenir de ideas y estilos; una explosión de materiales, formatos y temáticas. Sin embargo, también son fascinantes en sus discursos, porque se nutren de una sana intuición, de esa capacidad innata que poseía para afrontar distintos envites y soportarlos, de ese ímpetu para beber de otras fuentes y tratar de mejorarlas, extrayendo ternura y sarcasmo de cualquier guiño válido para excitar su portentosa imaginación. No en vano, Javier era capaz de homenajear a los citados Piero della Francesca, Rafael, Picasso, Modigliani, Piñole, Valle o Aurelio Suárez, incluso a otros compañeros de generación, sin despeinarse, declarando su admiración por ellos y manteniendo la calidad y la libertad como premisas.
En los retratos y autorretratos proyectaba un estilo pictórico único, basado en la potencia de la línea; esa línea flexible, sutil y melodiosa, con la que infligía a las formas distorsiones, alargamientos, sinuosidades, contrastes, rupturas de ejes y encabalgamientos de planos. Y cuando empleaba otros recursos iconográficos, como las arquitecturas fantásticas o los paisajes, era capaz de sintetizarlos entre gruesas texturas de apariencia infantil, aprovechando una vena que venía de lejos. A veces, exhibía intenciones antropomórficas, pintando formas primitivas y proyectando al lienzo sarcásticas críticas hacia la sociedad o el mundo del arte. Surgían, así, extrañas narraciones acompañadas por perros, lagartos y otros seres soñados, que vienen y van envueltos en halos metafísicos, evitando los excesos teóricos o las retóricas conceptuales.
Cuando desarrolló varias series inspiradas en su Gijón natal, en las citadas Pintures de Gijón, Javier dio otra vuelta de tuerca a sus instintos y consiguió, además, un reconocimiento unánime del coleccionismo, que hasta entonces se había prodigado poco con sus trabajos. Mirar Gijón y plasmarlo en telas o papeles resulta aparentemente fácil y, por eso, el espíritu norteño de la ciudad ha templado los pinceles de muchos autores. Pero lograr que ese entorno habitado desvele algo profundo, más allá de lo superficial, sin convertirse en un mero ejercicio representativo o mimético, manteniendo viva esa feliz tensión entre la esencia y la pervivencia del lugar -su espíritu- es muy difícil. Y Javier lo conseguía. Para ello, empleaba puntos de vista elevados, escenas húmedas, pequeños textos, caóticas interacciones de las gamas cromáticas, complicados registros matéricos y divertidos detalles cotidianos, donde los arrabales, el muelle, la playa, el mar, la Escalerona o los edificios más singulares de Cimadevilla resultaban cercanos y fantásticos. Como si la propia ciudad fuese un ente emotivo, donde el pintor observaba, en silencio, desde un gesto libre de prejuicios, al margen de arquetipos más o menos reales, permitiendo fluir virtuosismo y torpeza, sin espejismos. Con todo eso y con mucho más, sus pinturas hablan de un universo interminable, de intenciones genuinas, tan desordenado y atrayente como Javier del Rio, oficio, ternura, genio y figura.
Ángel Antonio Rodríguez
Crítico de Arte
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