REGRESO A VENECIA.
¿A dónde mira Juan Monte cuando ve a Venecia, sus palacios, sus aguas, sus iglesias, las cúpulas y ojivas, las fachadas caladas, o cuando palpa con la vista el aire que está entre aquellos espectros y sus ojos, o percibe esa misma mirada detenida, presa, encenagada, sin llegar a la cosa, en los filtros de toda la literatura que han vertido a propósito de ella escritores, poetas, cineastas, dramaturgos, o los de las músicas que ha convocado desde el principio de sus tiempos, o los de los colores e imágenes que, al pintarla, la han ido transfigurando con los días, con tanta paciencia y eficacia como las aguas, las evaporaciones, la presencia soez de sus cloacas, repletas de las más bastardas y divinas emisiones?. ¿Mira Juan Monte a ese precipitado final que el nombre de Venecia evoca, y a su reflejo en la propia conciencia y la memoria, o a su Venecia más interior aún, a la quimera de quietud del tiempo, de cristalización fatal en la que el alma, fugitiva siempre, encuentre al fin su sede de eternidad, de paraíso perdido y encontrado, de destino en que hacer vida, al fin, libre de aquel, del tiempo, sin un futuro que pueda incomodarla?. Preguntas vanas, como la propia materia de la que al fin están hechas, literatura sólo, textura, trama, urdimbre, que se convierte en hilo, y este luego se pierde, nada más tirar de él: Juan Monte no se deja extraviar en esos laberintos, trampas para demorarse en la memoria, Juan Monte toma el atajo y pinta, pone en liza un pincel y un papel, o un lienzo, un vástago con pelo en el extremo y un mero plano, sometiendo la brecha entre esas dos geometrías adversarias con la sutura del trazo y el plasma del color. La Venecia mirada, los tonos claros de la piedra de Istria, las teselas de cristal, el pan de oro, las vetas de los mármoles preciosos, las formas robustas y a la vez minuciosas en que el poder se quiso mostrar, enaltecer y ornar, la querencia de fingirse flotante, y seducir a todos por los siglos, quedan ya muy atrás cuando llega la hora del regreso. Cuenta, llegado ese momento, no el grávido gravamen de lo que es, sino la esencia de lo que puede ser: modos en que la piedra intenta hacerse leve, liberada de su propio peso, figuraciones con lo indispensable para evocar la imagen interior, con todos sus moluscos y acarreos, astucias que usa la luz para que no decaiga nuestra veneración a la llegada del crepúsculo o la lluvia, brillos insolentes que hacen del empedrado pedrería, colores libres de cualquier sumisión a la materia, dueños de si mismos, buscando la belleza de su combinatoria más audaz (el estado de vida), ondulaciones que reblandecen las leyes de la arquitectura y la salvan de un destino fatal, cardúmenes de peces o bandadas de aves que anuncian el día después, lineamientos de estrellas de mar, molicie de crustáceos, oricios que intentan sostener, cumpliendo algún mandato último, seguramente de la melancolía, aquello que se arruina; el fondo oceánico en que el artista querría gozar de una Venecia sumergida, y ahogarse dulcemente en ella, sin padecer la grosera combustión del aire ni el peso de la tierra, nunca leve. Venecia: Itaca.
Pedro de Silva.
MONTE EN VENECIA
El amarillo habla más allá de la melancolía,
en un país legislado por alondras;
habla entre los cristales clamorosos y en los cimacios acariciados por la música.
(Sólo el azul habita la profundidad y su lengua es ágil en las figuras del silencio,
en las ojivas y en los óculos donde son húmedas las sombras,
en ciertas lámparas sobre el agua nocturna).
Pero arde otra voz.
Incandescencia
en la serenidad.
Viven mis ojos
en el rojo hasta el fin.
Esta es la hora
de decir "no", en Venecia, a la muerte.
Antonio Gamoneda, 1987.
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