Puente después de sí
Toda exhibición retrospectiva de obra plástica tiene algo de círculo cerrado, de proyecto cumplido, de totalidad esférica. Y si bien la producción de un artista está siempre en proceso, y por ello esa tarea no ha de darse jamás por concluida, cuando un creador decide meditarla, organizarla y mostrarla es bajo el convencimiento de aglutinar en esa escena lo genuino y orgánico que la integra, su evolución y desarrollo, sus ejes y vectores dominantes, lo que ha vertebrado y dotado de carácter a esa indagación catártica en la materia. La exposición De tierra y silencios, que el verano de 2016 reunió, en la sala Robayera de Miengo que fundara y dirigiera durante casi treinta años, la gran muestra global de Juan Manuel Puente, evidenció de manera nítida la condición que el trabajo de un creador digno de tal nombre debe poseer para diferenciarse del aficionado, el disperso o el francotirador: la de haber construido un conjunto coherente, orgánico, original y personal devenido de la vocación y la fe en la pintura y presidido por un pensamiento ético-estético que, mudable en el tiempo como todo aquello que ahonda y progresa, se ha mantenido fiel a unos principios rectores que conectan su labor con aquellas que han sido las turbinas eternas del pensamiento universal, las perennes cuestiones metafísicas, las dimensiones esenciales, el origen y la finitud, la aspiración al infinito, el anhelo de perdurabilidad y el fracaso del Ser que constituyen su caída en el Tiempo y esa muerte total que es el olvido.
Juan Manuel Puente es un artista que acomete, amalgama y doma la materia hasta lograr una aleación distintiva. Es él quien configura, dominando lo dado para hacerle expresar lo pretendido. Sus paisajes imaginarios, sus catas en la tierra del inicio y del fin, sus perspectivas horizontales que declaran inabarcables magnitudes son ingrediente cocinado, removido, batido y sublimado en su laboratorio minucioso. Y si el cuadro es la cosa fabricada, el ideario del artista lo acredita dotándolo de un sentido que cala y se abisma más allá de la representación que, en puridad, no existe e incluso más allá de la evocación o la sensación recibida. Es Puente el dueño de una obra que se mira y se piensa, que nos mira y nos piensa desde ese falso estatismo de lo imperecedero, de lo que no prescribe con la novedad y no declinan tiempos ni costumbres, pues es médula, meollo; es fundamento y núcleo.
El componente físico de la función creativa puede y debe adecuarse a las necesidades de expresión o de acción, al ámbito y las condiciones del trabajo. El ideario, en una personalidad artística con la constancia y determinación de Puente, permanece vigente. La materia puede ser densa o dúctil, rugosa o plana. Puede ser amasada, moldeada, fundida o troquelada. Puede ser imprimada o adherida. Lo material puede ser definido mediante líneas o polígonos geométricos, o bien quedar disperso en grumos, escurridos, apiñamientos y drippings. Lo tangible puede ser mezclado en el culo de una botella de plástico, o cortado con cutter en la superficie plana de una cartulina escolar. No hay materiales pobres ni más nobles; noble o pobre sólo es su tratamiento bien responda a un pensamiento estético legítimo o al vacío lúdico del ingenio y la mercadería; bien lo consolide un aliento humanista y metafísico como el de Puente, o los juguetes cromáticos que colonizan los parques de atracciones del arte-espectáculo.
En esta exposición Juan Manuel Puente es él después de sí. Con un corpus pictórico afirmado en su manera densa y reflexiva de pintor-pintor, habiendo demostrado su autoridad, sabiduría y oficio, el artista se reinventa en esta combinatoria de planos geométricos que, más allá de dotar de un nuevo acento a su labor, incide con una inédita forma en lo arraigado de su principio estético: sobriedad, sencillez, penetración, armonía, la presencia de cuanto es inefable, la aspiración a aquello superior.
Esta colección de ensamblajes constructivos está más cerca de la pintura que del collage. Su materialización es impecable. Los cortes, bordes, acoplamientos, son precisos hasta la imperceptibilidad. Las piezas carecen de la información caótica ilustrada tan frecuente en el procedimiento que popularizaron los cubistas. Carecen de argumento, de narratividad o de anécdota. Los preside el mismo impulso trascendente que motiva y sustenta la obra plástica de Puente, sus grandes lienzos. Este impulso se apoya en la austeridad de su gama cromática, limitada, proclive a la introspección la belleza absoluta del negro, la destacada ausencia de colores estridentes. La razón estética de estas composiciones es paralela a la de sus paisajes, tierras u horizontes. Moderación, pensamiento, emoción contenida, observación, escucha. Hay algo de italiano metafísico, o de ruso suprematista, pero no es más que anecdótico. La divisa minimalista «Menos es más» parece ser su leitmotiv intrínseco. En puridad estas combinaciones transmiten un supremo equilibrio, orden que las dos dimensiones geométricas refuerzan. Trasladan depurada claridad. Con una reservada inquietud: algunas verticales rompen el techo del dibujo, se escapan de ese orden hacia una dimensión más alta, de valor espiritual, quizás inasequible. El conjunto se organiza como una seriación de variaciones rítmicas. Progresa con la cohesión interna de un libro de poemas. Con la sucesividad de los fotogramas de una cinta cinematográfica, que proyectados a velocidad standard fueran mutando unos en otros. Hay un secreto dinamismo entre las piezas y dentro de sí mismas, pues producen un raro efecto de tridimensionalidad. Juegos de sombra y luz que varían según la percepción del observador, que abren huecos y puertas, que ofrecen repliegues y plisados. No son bultos estáticos. Algo hay de templo, o de refugio, de cosa cóncava, en esas falsas construcciones planas. Generan su luz propia, y a todas esa luz se les escapa por sus puntos de fuga hacia un espacio externo, más allá o más arriba. El pensamiento grave de Juan Manuel Puente logra aquí arrinconar su adhesión a los temas mayores del Barroco, Tiempo, Caducidad o Descomposición. Su exposición Mirar, pensar el horizonte, donde la línea recta hablaba ya de exactitud, incitaba metafóricamente a trasponer cualquier obstáculo, un impulso intuitivo que en esta colección se consolida abriendo un nuevo espacio luminoso en la mística propia del artista.
Juan Manuel Puente nos tiene acostumbrados a un modelo expositivo orgánico, circular, cohesionado. Un principio ideológico rector y un tratamiento estético en donde prevalece la estructura global sobre el valor individual de cada pieza. Alguna vez hicimos referencia al efecto capilla por la rothkiana Houston Chapel, en Texas, la construcción de un ámbito concordante con el espíritu íntimo de lo acogido. Esta colección de piezas también íntimas da fe de ese propósito. El principio rector es la armonía, la bien ganada paz espiritual, la serenidad en la superación de las preocupaciones ontológicas. Pero también la construcción. A nadie escapa la profunda naturaleza constructiva de esta muestra de Puente. No se construye en vano un ideario, un pensamiento crítico, un resultado artístico, una existencia. Viktor Frankl escribió: El hombre que se hace consciente de su responsabilidad ante el ser humano, o ante su obra inconclusa, no podrá nunca tirar su vida por la borda. Conoce el porqué de su vivir. Y Puente, con responsabilidad de creador, construye, se construye. Después de sí mismo, se prosigue.
En su exposición antológica de Robayera había algo, quizás, de fin de mundo. Porque Puente se estaba sucediendo a sí mismo.
Y Puente después de sí, después de la inmersión en las cuestiones trascendentes, el origen y el fin, el lado de la vida no visible como quería Rilke; después del pesimismo de la tierra, de la problemática fugacidad, de las solicitudes del horizonte, pero desde su mismo ideario humanista y metafísico ahora sobrepasado en claro y diáfano, crea una nueva obra presidida por una nueva forma.
Rafael Fombellida
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JUAN MANUEL PUENTE. DESAPRENDER
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
SAN JUAN DE LA CRUZ
Recurrir, a día a día de hoy, a la construcción de imágenes y formas insólitas con materiales como el papel, el cartón, la cola, el caucho y las tijeras no deja ser un acto a medias entre heroico y suicida. El collage padeció cierta hostilidad por parte de los medios tradicionales léase pintura y escultura así como desde principios estéticos irrevocables como la originalidad desde su nacimiento que algunos atribuyen a Braque y lo datan en 1911 hasta bien entrado el siglo XX. A partir de entonces y hasta ahora ha sido usado copiosamente por todo tipo de artistas (Picasso, por ejemplo, lo fagocitó rápidamente y el movimiento Dadá lo dio carta de naturaleza). En los últimos años del siglo XX y primeras décadas del siglo XXI, con el auge de eso que sociólogos, filósofos y críticos especializados en las nuevas tendencias artísticas han llamado posmodernidad, se ha convertido en un género con personalidad propia, un género con un estatus irrefutable, pero ha experimentado, gracias a los avances en la tecnología digital, unas transformaciones que sus primeros ejecutantes apenas podían imaginar. Hoy vuelve a estar de moda el formato de gráficos intercambiables (GIF), gracias a que sus archivos son muy fáciles de trasmitir. Permiten, además, obtener transparencias, con la utilidad que esto supone para elaborar collages y modificar imágenes. Por eso hablaba más arriba del componente nostálgico que conlleva aferrarse a los medios llamados tradicionales para construir un collage, aunque, para quienes conozcan el lento proceso de realización de la pintura de Juan Manuel Puente, que haya elegido esta alternativa no les resulte extraño en absoluto, todo lo contrario. Nadie puede imaginarle cediendo a la tentación de usar la tecnología digital para evolucionar en su obra, ni siquiera como experimento. «La invención e introducción del collage escribe el crítico Santiago Amón en la pintura ha sido el equivalente de una cura de desintoxicación. Merced a ella, se han librado los pintores, por un momento, de la servidumbre hipnótica de la pasta y del papel. Han liberado su mano, sus ojos y su espíritu de los encantos, demasiado hechizantes, del color en un tubo. Han renunciado durante el tiempo preciso, para adquirir mejores costumbres, a la apariencia seductora, a fin de ocuparse, sobre todo, de lo que podía haber en el fondo». Esta cura de desintoxicación puede ser uno de los motivos que han llevado a nuestro autor a cambiar de registro estético, aunque, lo avanzo ya, el núcleo orgánico se asiente en el mismo lugar de su conciencia, un lugar, un territorio interior, en el que las distintas fuerzas que alteran la realidad se concentran con un único fin, exteriorizar los sentimientos, los sucesos y las cosas, la experiencia sensible, en suma, gracias, en este caso, a la mediación de la línea y de la forma.
No me cabe ninguna duda de que, como expresa Peter Sloterdijk, «la relación que vive el yo consigo mismo siempre está cubierta por una malla de autoiluminaciones y oscuridades». Una malla, una armadura que no logra elidir del todo el riesgo abierto que supone desaprender para aprender de nuevo, desaprender, en este caso, el arte de la pintura una pintura abstracta en la que lo evidente está omitido para cultivar otras formas de representación cuyo fundamento es, sin embargo, el mismo, la imagen, pero no una imagen autónoma, sin otro foco de atención que ella misma, sino una imagen simbólica, fiduciaria de una idea inicial que actúa de soporte, una imagen imbricada en el tiempo, en la existencia, en la esencia del ser que la crea y del espectador que la observa, no una imagen necesariamente representativa sino evocativa, una imagen en la que convergen ideas y pensamientos con nuevas formas asociativas en las que la representación no está sujeta en exclusiva a lo real, sino que lo real se vislumbre desde una perspectiva inédita. La imagen entonces se altera, se desboca, se desestructura, ya no está al servicio de lo visible sino de la combinación de ideas que la revitalizan, La imagen experimenta entonces una transformación cuya finalidad se encuentra en su propio proceso de revelación, cuyo poder de conocimiento de la realidad se desvincula de consideraciones empíricas y se supedita a aquellos estratos de abstracción en los que el autor indaga. Esta revalorización de la esencia de lo formal por encima del discurso santo Tomás de Aquino habló de «metáforas corpóreas de las cosas espirituales» es lo que ha llevado a cabo Juan Manuel Puente con los collages que ahora nos muestra por primera vez.
Unos collages en los que el complejo juego de referencias interiores, la superposición de figuras geométricas e imágenes que dan como resultado la composición final, no siempre resulta legible para quien la observa, acaso porque, como escribía Gerson, «El fin de la imagen es enseñarnos a trascender mentalmente lo visible hacia lo invisible, lo corpóreo hacia lo espiritual», pero esta comprensión resulta del todo accesoria, porque lo verdaderamente relevante es que lo que estas pequeñas obras nos reclaman no es transparencia comunicativa sino complicidad emocional, porque es perfectamente plausible que su armazón intelectual descanse sobre categorías especulativas que los demás quizá compartimos, pero no poseemos. Sabemos que eso que Paul Klee llamó «la determinación formal» es, desde sus primeras obras, un principio inexcusables en el proceso creativo de Juan Manuel Puente; sabemos además que todo contorno delimita y excluye tanto de dentro a fuera como de fuera hacia dentro, exacerbando la oposición entre la superficie vacía y lo que esta niega; sabemos también que el collage, al combinar imágenes y formas previamente elaboradas y sacarlas de contexto crea imágenes nuevas y, por tanto, de ellas emergen un sinfín de significados diferentes, y es que, como escribió el recientemente fallecido filósofo mexicano de origen español Ramón Xirau, «En la imagen viene a unirse la conciencia y su objeto, lo ideal y lo real, la palabra y el acto»; sabemos que entre las cualidades estéticas de este género la belleza no es una prioridad (aunque la iconografía resultante sea en muchas ocasiones especialmente bella, en el sentido que dicho concepto ha adquirido desde el siglo XX) y sí lo es la asimilación de formas imperfectas, de lo distorsionado, de lo caricaturesco o la tergiversación de lugares comunes; sabemos que, pese al rigor poético y la honestidad intelectual de Puente no hay en su obra eso que Hegel llamó «vocación moralista» ni una pretensión de ofrecer respuestas definitivas sino un deseo de profundizar en las grietas del yo, una persistente intención de trasgredir las leyes del espacio mediante una nueva forma de mirar, a través de una mirada, si no despojada del pasado algo, por otra parte, irrealizable, si actualizada, anclada más a un presente con vocación de futuro que a un ayer lastrado por las deudas del conocimiento, porque en el enigma, en la carencia, en lo desconocido se funda el acto creativo, la plenitud de su práctica.
Esta es la razón de que veamos la nueva obra de Juan Manuel Puente como el resultado de un proceso de desaprendizaje desaprender para comenzar desde la liberación personal, como el intento de reconstruir un mundo desarticulado, un mundo fracturado en el que la inmediatez de las imágenes, pese a la eficacia de que hacen gala en la evolución de la experiencia humana, no consigue crear una narrativa visual coherente y fácilmente asimilable por el ciudadano corriente, tan proclive a etiquetas o evidencias que justifiquen su homologación colectiva. Si es cierto que, como afirmaba Josef Albers, «Todas las cosas perceptibles poseen forma.y toda forma posee un significad», no está de más preguntarnos hacia qué significado conducen las tensiones internas, la intensidad lírica o la dilatación rítmica que nos imponen estas construcciones. El ascetismo combinado con el lirismo, la espiritualización, me atrevería a decir, de los lienzos de Juan Manuel Puente ha dado paso a unas formas arquitectónicas en las que la superficie habla incluso donde el vacío pugna por decirse, unas formas que, aunque puedan surgir de manera espontánea, buscan la intemporalidad, porque intemporales son las preguntas que nos hacemos sobre la infinitud del espacio, sobre la transformación del ser o sobre todo aquello que ignoramos. Las formas que ha construido Juan Manuel Puente provocan eso que Enrique Juncosa definió como «placer retiniano». Hay algo en ellas que seduce de inmediato al espectador porque ofrecen algo no visto antes, una perspectiva original de lo que le rodea. Las nuevas posibilidades que brinda su yuxtaposición están en estrecha relación con la ausencia de significados preestablecidos, por eso queda en manos en los ojos, sería más acertado decir de quien las observa perseverar en el hallazgo y encontrar sentido a las asociaciones accidentales. Son, además, formas muy pensadas. A pesar de que se ha relacionado siempre al collage con la improvisación, con el azar y con cierto automatismo constructivo que busca representar las derivas del subconsciente, en los collages de Puente se advierte de inmediato una organización espacial y una disciplina en el trabajo que combina la contemplación con el trabajo puramente físico de forma admirable y que nos trasmite, además, credibilidad, pero esto no implica que el autor busque la objetividad como un fin, antes al contrario, la relación que establece entre esa tarea y su manera de ser «entre lo que se siente y lo que se ve», que diría Sean Scully es tan estrecha que solo desde lo emocional, es decir, desde lo subjetivo, podemos interiorizarla. Es muy posible que Juan Manuel Puente haya encontrado en esta práctica la mejor manera de expresar la pluralidad de un yo que se sabe frágil y temporal, la complejidad del tiempo que le ha tocado vivir. Es muy posible también que detrás de este proceso, como una corriente subterránea que alimenta las raíces que pugnan por conquistar el aire, se encuentre la incapacidad de construir un relato convincente de la realidad sin un soporte ideológico, por eso no me ha sorprendido tal transformación, transformación en la que lo que parece ser una renuncia al poder evocador de la naturaleza es solo una argucia para poner el énfasis en las ideas, como si estas fueran la única manera de despertar a la conciencia, como si fueran la única tabla de salvación. Ser testigo del vaciamiento que dicho desaprendizaje lleva aparejado es un privilegio que ahora tienen ustedes la oportunidad de admirar, sin las cortapisas de interpretaciones ajenas. Pueden, además, comprobar cómo el significado de tal o cual obra se encarna en la representación material que la acoge. Un hecho misterioso cuyos orígenes se encuentran más allá de nosotros mismos, en el reino de la metafísica, porque, al fin y al cabo, el arte es algo más que un esquema simbólico o más que imágenes y formas suministrada por el oficio y la reflexión, el arte es un testimonio de la vida vivida.
CARLOS ALCORTA
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