Así que este era el lugar. Este era el Polo Norte pictórico y conceptual hacia el que se dirigían todos esos caminantes que durante años han ido atravesando los cuadros de Miguel Watio; el destino al que apuntaban incluso cuando aparecían, a su pesar, desorientados o estancados en algún estado de contemplación o estupor, encerrados o absortos en sus pequeños recintos pintados. Hacia aquí peregrinaban: un lugar sin más atributos que la línea, el color y la composición, un lugar de pura plasticidad que sin embargo también sigue siendo, más que nunca en Watio, lugar para el significado, incluso para el símbolo.
En una convergencia que, vista en retrospectiva, se antoja casi inevitable, es el territorio donde confluyen los dos vectores que desde siempre han tensado la obra de Miguel Watio. Uno de ellos es la pasión por lo visual en sí mismo, construido siempre según los códigos de la iconografía popular contemporánea o del diseño gráfico; pero también, detrás de esa estilización tan reconocible e incluso amable, con un ojo y un oído siempre puestos en el eco lejano de aquellas vanguardias que cifraron en las austeridades y rigores de la geometría sus aspiraciones de esencialidad y de pureza.
La otra línea -que también procede de las vanguardias, pero esta vez de la figuración surrealista- echa mano de la libertad ilimitada de la pintura para invocar presencias y convierte el espacio pictórico en un ámbito de confrontación: un escenario para forzar el contacto de lo dispar, el choque de unas referencias cotidianas y familiares que, enfrentadas fuera de sus contextos habituales, liberan la energía de la sorpresa, la ironía, el humor suavemente subversivo o satírico y, en definitiva, la potencia simbólica que late en cualquier objeto; sobre todo cuando es objeto dibujado o pintado.
El ser humano es el talismán que conecta y activa esta magia de contacto. Basta con pintarlo en mitad de lugares donde no debería estar, donde no se lo esperaba. Como un científico suelta sus ratones en los laberintos experimentales, Miguel Watio introduce una y otra vez a sus estilizados hombres y mujeres en universos pictóricos en los que cualquier alteración, cualquier encuentro, cualquier situación son posibles. Y no hace falta que suceda demasiado: un cambio de escala, la contigüidad de determinado objeto, alguna pequeña disfunción. Por otra parte, salvo cuando echa mano de iconos hiperindividualizados como los de la historia de la pintura o la cultura pop, se trata de seres humanos representados de forma tan impersonal como para ser cualquiera, incluidos nosotros mismos, y permitir así una instantánea empatía. Adivinamos que lo que les sucede a estas figuras de Watio nos puede suceder a nosotros. Que seguramente, en realidad, nos está sucediendo de un modo u otro.
Su nueva individual en Cornión lleva a su grado más extremo hasta el momento todo este juego. Sus figurantes se aproximan ahora a la escueta economía gráfica de un ideograma: se han reducido a siluetas planas que, como mucho, sujetan un paraguas o poseen como único rasgo la línea de sombra que proyectan y se mueve con ellos. No caben más rasgos, no caben más objetos. El idioma pictórico, del mismo modo, ha dejado atrás la construcción en planos, las texturas, las gradaciones tonales o los rastros de gestos y se ha reducido a lo mínimo: líneas rectas que cierran cuadrados o rectángulos, colores planos y vivos, equilibradas construcciones geométricas y, en todo caso, algún mínimo recurso a la perspectiva en un espacio de estricta bidimensionalidad. Nada más. Si se hace el pequeño esfuerzo mental de suprimir las figuras, estos cuadros seguirían manteniendo plena soberanía plástica.
Sin embargo, no es ese su sentido. Ese mundo de formas exentas sin aparente propensión al significado se convierte ahora en el contexto que acoge a estas figuras exiliadas de su propio contexto, según el habitual proceder de Watio. La mera intrusión en él de los escuetos signos que caminan hace que salte entre las rectas, los ángulos y los planos silenciosos el misterio del significado: basta con que asomen la cabeza o se cuelen por cualquier parte estos muñequitos errantes que podrían venir también de dar un melancólico garbeo por un paisaje de Pelayo Ortega o de navegar por alguno de los mares de Rodolfo Pico.
Así, cualquiera de los minúsculos okupas es ya perfectamente capaz de reclamar todo el protagonismo, de colonizar todo el espacio en torno a ellos, de transfigurar la abstracta música de la geometría en un juego de simbolismos que resuenan en los títulos de las composiciones, aunque no necesitan en absoluto de esa apoyatura para ello. Las elegantes composiciones de cuadrados, rectángulos y superficies de color -que por sí mismas serían eso: pura elegancia plástica- se dirigen hacia nosotros exigiendo interpretación; y ya solo pueden interpretarse, de hecho, en relación con estos viajeros y transeúntes: o dependen de ellos o les acontecen.
Ya no son simples formas: son fondo para una figura. Y son también, sobre todo, representación de pensamientos, ensoñaciones, tribulaciones, miedos; son gráfica de estados, situaciones o procesos. Con los seres humanos han entrado el tiempo y la tensión hacia el relato; el recinto plástico se transforma en escenario, en viñeta de un posible retablo, en clima benigno o amenazador, noche oscura o mediodía radiante, en el paisaje para un desastre inminente o una travesía ominosa o esperanzada. Pero, significativamente, basta ese pequeño ángulo entre las dos piernas que indica que esos signos humanos aún caminan para que el estatismo de la geometría nunca consiga representar hogares, estaciones de término, catedrales o templos: nunca lugares en los que detener el paso y, por fin, quedarse.
Lo cual significa, si bien se piensa, que a los peregrinos de Watio les queda aún viaje; que este es un lugar, quizá más cercano a su destino, pero no el lugar definitivo. Si es que lo hubiera. La fuerte veta melancólica, existencialista, a su manera metafísica, de Miguel Watio ha encontrado -por ahora- en su pintura más sencilla y desnuda, en estas despojadas geometrías, no el país adonde se dirigían todos sus andariegos, sino una nueva etapa, quizá la más poética y sugerente, en su Camín a niundes, un camino a ninguna parte (que es por supuesto el camino de cualquiera). Porque, naturalmente, el paisaje final, se pinte o no, siempre resulta ser un cuadro monocromo de blancura o negrura inmaculadas, y ya sin rastro de presencia humana. La representación más perfecta posible de ninguna parte.
Juan Carlos Gea Martín
Enero de 2020
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