CANCIONES Y SILENCIOS
Que Dis Berlin haya optado por titular su exposición «Canciones y Silencios» muestra su defensa de la pintura entendida como equilibrio entre la letra, es decir: el dibujo, y la música: es decir el color. La canción encarna no sólo la armonía entre ambos, también el encuentro de dos naturalezas muy apreciadas por nuestro pintor: la música y la poesía (que es otra música).
No es tampoco nueva esta predilección por las canciones en el repertorio de su autor. Baste recordar que en 1985 (hace, pues, treinta y cinco años) ya pintó retratos-homenaje a Glenn Miller, Jane Birkin, la grandísima Nina Simone o el sin par Verdi. Y desde entonces nunca han faltado los motivos musicales y biográficos en sus cuadros, sea la Carmen de Bizet, Lulú de Alban Berg, El cazador furtivo de von Weber o un Bowie de 2010 bajo la forma del Concorde. Pero quizá nunca como en esta exposición ha buscado, el pintor, devolver a la música (laberinto del tiempo) algo de lo mucho que le ha dado. Varios de estos cuadros tienen, pues, una inspiración musical, próxima o lejana: Sur le ciel de París I y II, Elegía para Scott Walker, Ofrenda lunar para Nick Drake, Canción de los amores perdidos, Habitación para Marianne Faitfull, Fantasía chopeniana, etc. Pero no necesariamente corresponden siempre a las piezas que le son más preciadas a su autor. Al igual que los sueños, la inspiración es veleidosa e incontrolable. Amamos a extraños, y somos traicionados por amigos.
Junto a la música se encuentra el silencio, que es, al tiempo, parte imprescindible de ella. Pero ¿cómo pintar el silencio? Esa ausencia de seres humanos, que no de vestigios o huellas humanas, parece inmovilizarlo en cuadros como Rincón del cielo, Estancia del silencio, Solitario o Desde la gruta. Y también, de otra manera, en Poema no escrito, e incluso en Errante y sin rumbo, donde recrea el llamado «vuelo silencioso». También en sus bodegones, en los que existe una gran quietud apenas sostenida por esos objetos delicados, quebradizos, que parecen dispuestos a romperse en cualquier momento. Ello es más obvio en aquellos más desnudos, como Pareja o Ninfas, que se convierten casi en espirituales, metafísicos (en el sentido literal, no pictórico ni literario) e intangibles.
A la diversidad de las musas se corresponde la diversidad de los tonos que componen esta «silva de varia lección» o este álbum recopilatorio. No faltan tampoco los ingredientes que ya parecen formar parte indisoluble de un estilo: los volcanes (Narciso junto a un volcán naciente; Escena junto a un volcán), el elemento escenográfico (El guardián de la cueva; Se quedó la música sola), las frágiles naturalezas muertas (Tres gracias; Maternidad; Ninfas), los crepúsculos (Bodegón para T. S. Elliot, Blue Hotel, Testigo), el viaje o la aventura (Errante y sin rumbo; Preludio; Aventura no vivida).
La pintura se manifiesta aquí como una lucha entre elementos discordantes. Una pugna entre lo sagrado y lo profano, entre lo celestial y lo telúrico, entre lo espiritual y lo sensual. Los objetos aparecen con una plenitud casi voluptuosa, el humo de los volcanes, las nubes e incluso las flores adquieren carnosidad y se enfrentan a luces que parecen esconder una revelación o una promesa.
Más allá del ojo está el tacto, la vista acaricia la porcelana, el vidrio, la suavidad del agua, el espesor del aire. Estos cuadros permanecen dispuestos para ser tanteados con la mirada, no sólo contemplados sino participados, celebrados, comulgados. Hay, al tiempo, en ellos algo místico pero que se enreda con el elemento pagano, y se resuelve en ese viejo combate bíblico entre las fuerzas sacras y las terrenales.
Dos de estas composiciones me resultan singularmente inquietantes, Escenario mental y Geometría y cosmos. La primera quizá, porque parece un compendio de todas las inquietudes de su autor: hay misterio, hay silencio, hay armonía y todas esas cosas que parecen motivar a nuestro artista: la lámpara y el sillón del viajero inmóvil, la bola del mundo de los sueños, el inquietante busto sin rasgos, etc. Hay algo cerebral o intelectual en ese aparente compendio de objetos inconexos. Un teatro de ideas tanto o más que de objetos.
Geometría y cosmos figura el gabinete de un astrólogo, de un mago o de un visionario. Nuevamente entramos en el terreno de la ensoñación. Dominado por ese cielo estrellado y el gran disco de una luna de sangre, los objetos componen una nueva naturaleza silente, sometida por la proporción y el equilibrio.
Y sin embargo, el concepto no es nada y el resultado lo es todo. En arte lo que importa son los logros concretos, estos cuadros, sus colores, su disposición, su atrevimiento, el movimiento de la mano, la impresión del pincel sobre la tela.
En la historia de todo pintor, si ésta es suficientemente larga, está la historia de toda la pintura. Tiene sus momentos clasicistas, y sus momentos arrebatados, profusos y exuberantes; sus momentos primitivos, rudos o ingenuos, y hasta sus momentos manieristas. En algún instante pretende asombrarnos, dejarnos sin habla, epatarnos, y en otros se complace en el oficio, en la dominante y ardua tarea. Estamos ante la obra de madurez de un pintor, cuando ya es difícil librarte de tus costumbres o de tus rarezas. No obstante, Hokusai, en una ocasión, dijo que nada de lo que había hecho antes de los setenta años le satisfacía; eso podría querer decir que la madurez de un artista no es la madurez de una persona, que se rige por otros calendarios, por otras guías que las de un individuo corriente.
La obligación de un artista es siempre ahondar en sus obsesiones, es decir en sus fascinaciones, en sus empeños o en sus preocupaciones. It´s a Beautiful Day (nombre, por cierto, de un grupo musical californiano de los años sesenta), Jane Birkin (esa pieza sensual y misteriosa de 2019, nada que ver con el cuadro de 1985) o Late Night Final, paisaje para escuchar a Richard Hawley, nos demuestran el gusto de Dis Berlin por pintar cielos, y que estos, al tiempo, se presenten a nuestros ojos a manera de mensajes. En otros, el enigma está servido con garantías: Elegía por Scott Walker, Eva metafísica, El guardián de la cueva.
Hubo hace tiempo en Inglaterra dos pintores que se dedicaron a explicar sus cuadros; por supuesto, al cabo de un tiempo, se disolvieron en sus propias explicaciones. Pidamos, pues, que Dis Berlin permanezca así: enigmático, denso y sabio, para que sean las generaciones del porvenir las que se encarguen de revelar, de descifrar o de definir su obra. Nosotros nos conformaremos con disfrutarla.
RAÚL EGUIZÁBAL
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