De pintura, papel y poemas
Por Paché Merayo
Cuando observo los árboles de Fernando Peláez (Gijón, 1965), casi todos solitarios, casi todos sostenidos sobre un tronco tan ligero y delicado que parece ingrávido, pienso en la ‘p’ de pintar y la ‘p’ de poema y las veo dejando su mirada al Este y volviéndola al cielo, pues hay en cada uno de ellos, en cada uno de esos cautivadores árboles, una conversión probablemente mágica de las palabras y de los símbolos en naturaleza plástica, que sin duda es verso. Lo es la bruma que los acoge como un escenario romántico, casi novelesco; la memoria que esconde cada trazo, suave, a veces, siguiendo la ruta tan velada como segura del lápiz, enérgico en ocasiones arañando la atmósfera del paisaje, siempre elegante, siempre atento al relato. Lo son el barco de papel que hace equilibrios en la copa de un árbol o el hombre de silueta blanca que acogen sin demasiada vocación de refugio las ramas de otro. La rosas que asoman una belleza casi ermitaña en pequeñas tablas iluminadas.
Es pura poesía también la sabia literaria en la que seguro enjuaga sus pinceles; las sombras, las luces y por supuesto los vientos, que están más en su voz (esa que muestra tranquila en los nombres con los que cose sus pinturas) que en las pinturas mismas. Son oda y balada lírica las casas ordenadas en geometrías eficaces, abrazadas entre ellas por sus tejados oscuros, simétricos, narrativos. Y más si cabe los hogares aislados en horizontes y valles despoblados, donde la niebla de otoño se rompe por el calculado resplandor que escapa sin demasiada intensidad por las ventanas.
Quizá sea detrás de ellas donde el nuevo invitado de la galería Cornión encontró los jarrones que nunca se tocan de sus ‘naturas mortas’. Cuatro compone en las paredes que ahora invitan a mirarle, como una colección de candorosos interiores a los que llega el color que parece condenar cuando dibuja y pinta las afueras del mundo. Un mundo que él, o su heterónimo pictórico, o el literario (por qué no), se muestra de espaldas al espectador enmarcado en su propia silueta sutilmente multiplicada en decenas de otros hombres, en otra pequeña serie que espera una parada singular al fondo de la galería gijonesa.
Cuatro componen esta muestra de paisajes y cada una es una estrofa. Todas llevan verso, quizá solo porque ese es el modo de pintar de Fernando Pelaéz, quizá porque las líneas que dibuja tengan huellas de cientos de libros y al sumar residuos intelectuales y maneras personales salgan a su camino las naturalezas rociadas de relatos enigmáticos que ahora nos muestra.
Quizá también por eso el pintor se siente tan unido al papel. De hecho sus barnices, grafitos, ceras y pigmentos, incluso las pinturas que trabaja al óleo y que apoya sobre tabla, tienen en el papel su cobijo, su aliado inquebrantable. Sobre él impregna todo su universo, para lo que antes tiene que invertir experimentación y virtuosismo técnico con la misión de lograr que las peculiares cartulinas porosas con las que trabaja lleguen a fortalecerse lo suficiente para aguantar el peso de la nada evidente para nuestros ojos, pero real, superposición de materia.
‘Del azar y la duda’ titula el pintor gijonés su cita con las paredes de Cornión, una denominación que como cada una de las piezas que presenta invita a reflexionar, pero no sobre una tesis cerrada, sino sobre un contexto abierto. Cada cual puede mirar o leer lo que guste, igual que puede sentir y soñar lo que quiera.
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