JOSE MARIA NAVASCUES habrá sido alguna vez clasificado, seguro estoy, como esculto-pintor (aquel aberrante, por híbrido, vocablo que alguien acuñó para definir, tal vez, lo que no es carne ni pescado). Si algo se ausenta del quehacer de nuestro buen artista es, justamente, cualquier forma o mención de mestizaje. Sus obras son pura génesis, embrión pujante e incitante, como un sonoro bulto, en cuyo auge se consolida la materia a la redonda (, de que nos habló César Vallejo) y, llegada a un punto de sazón, reclama en su piel la gracia dei arcoiris, el diluvio insensible del color con que se adorna los cuerpos y sus alrededores. Hurtadas a la materia etimológica (a la madera), las criaturas de Navascués ostentan el satín del volumen real, su tensa provocación curvilínea (como un vientre en trance de parto). Y allí, en su madura densidad, anida el sueño () hasta que el milagro estalla como un grito y amanece la vida.
Santiago Amón
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